CAPITULO I
Jared
Hacía tres años que me
había empeñado en desentrañar la historia de una de las comunidades históricas
más antiguas. Me refiero a “Los Mandeos” también conocidos como “Nazareos” Una
comunidad religiosa gnóstica que desgraciadamente está en vías de extinción.
En mi calidad de
antropólogo había recibido la oferta de National Geografhic de realizar una
investigación que sirviera de base para una serie de documentales sobre
religiones antiguas. Y los Mandeos, sin ninguna duda, era sino la más vieja, si
la que como gnósticos representaban una línea de tradición pura y arcana.
Se sabe que vivieron en
Palestina en el tiempo de Cristo, pero precisamente al tiempo de su muerte,
este pueblo se dispersó por Oriente, sobre todo en Irak, Siria e Irán.
Un pueblo con una cierta
sombra de fatalismo, puesto que fueron perseguidos por los cristianos y después
por los musulmanes.
De un número aproximado de
doscientos mil miembros, en el día de hoy, no llegan a veinte mil. Además,
están dispersos por diversos lugares del mundo y poco a poco los lazos y
vínculos como raza organizada se están perdiendo.
Fui contratado por la
National, debido a mi conocimiento de lenguas muertas como el arameo. Y
precisamente esta tribu utiliza dicho idioma, aunque con fuertes influencias
árabes. En todo caso, sus textos originales estarían escritos en un arameo
igual al que se usara en el tiempo del Nazareno.
Existen diversas fuentes
que sitúan a esta raza en Mesopotamia y en Palestina, pero ellos suelen decir
que sus primeros antepasados vinieron del mismo Egipto de los farones.
Conseguí el libro sagrado
de los Mandeos - "Sidra Rabba" o Ginza ("el tesoro")
traducido en 1925 por el estudioso alemán Mark Lidzbarski, pero mi empeño era
encontrar las fuentes originales de sus textos.
El rito que más les caracteriza
es el bautismo por inmersión que viene del tiempo del propio Juan el Bautista y
que siguen practicando hoy en día.
Curiosamente mi nombre es
Jean Baptiste y quizás no sea por casualidad que me embarqué en esta aventura.
Y es que el Bautista para ellos es el más importante de sus maestros. Y quizás
inspirados en este profeta o maestro los Mandeos practican el ayuno y son
absolutamente pacíficos.
En los últimos años esta
pobre gente ha sido diezmada con humillaciones constantes, violaciones, asesinatos
y persecuciones. Como he dicho en un principio se trata de un pueblo en vía de
extinción.
Tenía prisa por
conocerlos. Había seguido su pista en Palestina en Irak y en Siria, incluso
visite unas pocas familias refugiadas en New York. Me entrevisté en esta ciudad
con un sacerdote que había escapado con su familia de la persecución salvaje de
Saddam Hussein y finalmente con unos pocos miembros había fijado su residencia;
seguramente definitiva en América. Fue este sacerdote quien me aseguró que, en
Irán, en la ciudad de Dezful vivía un hombre santo para su pueblo que, con
cerca de noventa años, todavía estaba lúcido y al parecer conservaba con pureza
las tradiciones más sagradas de su pueblo. Era el anciano Jared, al que me
disponía a visitar para concluir con el informe, pues la National Geographic me
apremiaba.
Hacía un calor agobiante
cuando aterricé en Dezful. Un coche me esperaba. La agencia de viajes había
contratado los servicios de guía, hotel y suministros que le había solicitado.
En la propia puerta de
salida, donde se aglomeraban cientos de personas pude ver la figura destacada
de una bella señorita que portaba un cartel amarillo chillón con mi nombre
escrito en llamativas letras negras. Me dirigí con paso firme al encuentro con
aquella mujer, que, por otra parte, no llevaba velo en su cabeza; por lo que
deduje que quizás no era iraní. Preferí utilizar el inglés.
-
Buenas tardes señorita. Yo soy Jean Baptiste Cardús.
Los ojos de aquella mujer
eran sencillamente inmensos, además negros como la noche, pero emanaban un
magnetismo extraño. Era tan alta como yo; es decir cerca del 1,83 que para una
mujer es una talla alta y poco acostumbrada para estos pueblos. Pelo negro que
caía largo por sus hombros. Vestía con un modelo europeo y llevaba un bolso
también de buen estilo.
- Bienvenido. Mi nombre es Samantha Clarck. Y soy su guía mientras
esté entre nosotros.
La forma de caminar de la
señorita me indicaba, que seguramente había sido bailarina, pues sus
movimientos precisos y armoniosos llamaban la atención. Por supuesto, no solo
miré sus extremidades y su forma de andar. Su busto era proporcionado y sus
caderas y demás elementos morfológicos eran sencillamente perfectos.
Descendimos dos plantas
hasta el sótano. Me invitó a entrar en su coche, un Toyota utilitario de color
rojo y con soltura y agilidad, en veinte minutos ya habíamos franqueado el
enorme puente del río Dez para adentrarnos en el centro mismo de Dezful.
El tráfico a esas horas
del día era enorme y Dezful es una ciudad moderna, donde las bellas mezquitas
se combinan con edificios modernos y negocios atractivos decorados al estilo
occidental.
Samantha conducía con
pericia y casi sin darnos cuenta ya estábamos en el hotel Dez.
Un botones salió de la
puerta principal y tomó mi maleta, introduciéndonos a la recepción. Otro mozo
se llevó el coche. Samantha no se apartó ni un momento de mí.
- ¡Señorita! Tanto por su aspecto, como por su apellido y la forma
de hablar, no parece usted iraní.
- Ciertamente. Muy perspicaz. Tengo nacionalidad inglesa y también
iraní, debido a que mi padre, ya fallecido era inglés y mi madre iraní.
- Siento lo de su
padre.
- Es la ley natural. Gracias. Lo llevo en mi corazón y en mi
recuerdo. Vivo a medio camino entre Londres y Dezful, pues mi madre vive
aquí y no puedo dejarla sola.
- Pues yo estoy en la misma situación soy como Ud., huérfano de
padre, pero con una madre que seguramente acabará enterrándome.
Una sonrisa graciosa
emergió de su bella cara.
- La agencia me ha contratado para servirle de guía en su
estancia, pero no me han informado de su interés por nuestra cultura. No sé qué
quiere visitar y que le interesa saber de nuestro pueblo y cultura.
- Vengo recomendado por unas personas de New York para visitar una
pequeña comunidad mandea que vive cerca de esta ciudad.
Samantha abrió los ojos
desmesuradamente.
- ¿Ha dicho Ud, comunidad
mandea?
- Si, efectivamente.
- Pues menuda guía le han asignado, pues no sé quién y donde está
dicha comunidad. Tendré que llamar a la agencia para que le asigne otra
persona cualificada.
Samantha parecía
apesadumbrada. Seguramente porque su profesionalidad, por un momento se
tambaleaba.
- No señorita. No deseo
que me asignen otra persona. Desearía que Ud. me guiara. Tómese el tiempo que
desee y estoy seguro que la encontrará, mejor que yo, al fin y al cabo, este no
es mi país y desconozco todo de él. Y, por otra parte, sin que lo interprete
Ud. como algo intencionado o grosero, su presencia me reconforta
agradablemente.
Las mejillas de Samantha
se sonrojaron, pues aquel comentario la había desestabilizado agradablemente.
- Supongo que esta tarde Ud., descansará. Pero mañana por la
mañana, tenga la seguridad de que
sabré donde esta o como llegar a esa comunidad. ¿Es Ud, sacerdote?
Jean se echó a reír
sorprendido por la pregunta.
- ¡Jamás me habían confundido con un sacerdote!
Soy antropólogo y estoy realizando una investigación para la
National Geographic. Aunque ciertamente los Mandeos son una comunidad
religiosa.
- Discúlpeme. Siento haberle confundido con un sacerdote. Mañana
tendré esa información.
- ¿Tiene Ud., un horario establecido o puedo solicitarla que me
acompañe hasta la hora de la cena?
- No, estoy a su servicio. Puedo quedarme un rato más. Supongo que
querrá Ud., conocer más de este país.
- Se lo agradecería mucho. Y si le parece bien podemos tomar un
refresco en la cafetería.
- Por supuesto. Será un placer.
Fueron casi tres horas las
que pasamos juntos hablando de Irán y de sus costumbres. Samantha tenía una
capacidad de análisis especialmente inteligente, puesto que pasaba tanto tiempo
en Londres como en Irán y esto le permitía comparar ambas culturas. Para ella
los pueblos de cultura musulmana estaban fuertemente condicionados por la
visión religiosa y este hecho frenaba mucho la condición femenina y retrasaba
el proceso social del pueblo, pero entendía que según se avanzaba en el tiempo
un aire de libertar parecía llamar a la puerta de los próximos años y
seguramente cuando los dogmas religiosos y los modelos éticos atados al pasado
fueran superados estas culturas darían un salto obligado, mejorando las
condiciones sociales y políticas.
Estaba anocheciendo cuando
Samantha se despidió, prometiendo que en la mañana del día siguiente se
presentaría con la ruta precisa para llevarme ante la comunidad mandea.
Supe a través de la
conversación, que, como yo, no tenía pareja ni tampoco hijos. Al parecer no
confiaba mucho en los hombres, después de más de un desengaño.
Como me ocurre siempre que
me alojo en un hotel, me resulta imposible dormir. Me dieron las tres de la
madrugada leyendo los textos Mandeos, que en estas últimas semanas había
releído en varias ocasiones. Tenía la sensación de que lo que estaba escrito no
era real, sino que era algo forzado, como una cortina de humo que preservaba
algo más arcano o misterioso. Sin duda estas gentes se habían visto forzadas a
mentir o disfrazar su credo por las presiones de los cristianos y musulmanes.
Por otra parte, después de más de dos mil años, los textos habrían sufrido
multitud de cambios y modificaciones.
Samantha me encontró en la
cafetería tomando el obligado café de la mañana. Serían las siete de la mañana
y aquella mujer me obsequió con la mejor de sus sonrisas.
- ¡Señor Cardús! He localizado a su gente y se dónde viven.
- Mira Samantha. Me tomo la libertad de tutearla, pero que me
llame señor Cardús es una forma de llamarme viejo y escasamente le superaré en
cinco o seis años. Llámame Jean, por favor.
Samantha se quedó unos
segundos parada pues no sabía si era una amonestación o una señal de afecto.
- Por supuesto Jean. No era mi intención molestarte. Es una
cuestión de cortesía. Gracias, en todo caso.
- ¿Te pido un café?
- Muchas gracias.
- ¿Te ha costado mucho encontrar a los Mandeos?
- Pues ciertamente, sí. Son una minoría que al parecer desea pasar
desapercibida y no es fácil dar con ellos, pero llamando a mis contactos, creo
que se dónde están. Cuando quieras nos acercamos. Hay que recorrer unos cuantos
kilómetros. Es una pequeña comunidad de orfebres que trabajan el oro, el cobre
y la plata. Viven en una zona no muy próspera en Gavmishabad.
-
Pues, terminamos el café y emprendemos la marcha.
Samantha subió su pañuelo
al cuello hasta la cabeza cubriéndose discretamente, pues al ser una raza
musulmana, el pañuelo sigue siendo un tabú para las mujeres. Tengo la impresión
que ella lo hace para no incomodar a nadie, aunque por lo que me contó, no
practica ninguna religión, pero no le gusta incomodar a su madre que, de alguna
u otra manera, acepta determinadas costumbres de su pueblo.
Tardamos dos horas en
llegar a Gavmishabad. El paisaje aquí cambió por completo. Estábamos
adentrándonos en una zona rural. El ganado irrumpía en alguna zona de la
angosta carretera y aunque los niños que se asomaban al coche parecían felices,
sus vestidos denotaban, no solo que vivían con las exigencias del medio rural,
sino con pobreza.
Preguntamos varias veces
por los orfebres o joyeros. Todos los conocían, puesto que todo el mundo les
encargaba para las bodas y celebraciones las correspondientes joyas y
ornamentos.
Finalmente paramos en una
pequeña ensenada de tierra. Frente a nosotros se levantaba una casa austera,
pero bien construida. Sus paredes blancas emanaban pulcritud. Una pequeña
terraza adosada el muro mostraba unas flores preciosas. Parecían rosas de
distintos colores. Indudablemente era una casa humilde pero limpia y bien
ornamentada.
No había nadie frente a la
casa. La puerta consistía en una cortina estampada de colores rojos y
amarillos.
-
¿Hay alguien en casa?
Nadie respondía. Pero
escuchamos un sonido rítmico que salía de una ventana con rejas de hierro.
Yo pensé que era una
incongruencia poner una reja tan sólida en la venta, cuando la puerta consistía
en una simple cortina. Fue después de unos días cuanto comprendí que para
trabajar y decapar el oro se utiliza
cianuro y estos orfebres
tenían lógicamente que cerrar el taller por si alguna persona podía intoxicarse
o ingerir alguno de los líquidos abrasivos con los que trabajaban.
Miramos por la ventana. Un
hombre mayor y otro más joven se empeñaban en golpear con un pequeño martillo
láminas, que parecían de plata. Al parecer no nos habían oído. Cuando repararon
en nuestra presencia, el más joven nos preguntó:
- ¿Qué desean?
- Estamos buscando al señor Jared.
El joven nos observó unos
segundos. Seguramente se sorprendió por mi aspecto europeo.
- Es mi abuelo ¿Para qué quieren verle?
- Vengo con la referencia de la familia Ashad de Nueva York.
- Si, los conocemos. Pasen Uds., a la casa. En un momento les
atenderá mi abuelo. Seguramente estará dando de comer a sus pájaros en el patio
detrás de la casa.
Entramos en la casa. El
suelo era de baldosa cerámica, con pequeñas figuras geométricas. Había
escasamente un par de sillas y unas cuantas plantas naturales jalonando la
pared que desembocaba en un pasillo.
A pesar del tremendo calor
que a esta hora de la mañana comenzaba a invadir el ambiente, la casa
permanecía con una temperatura agradable. Estas gentes han conseguido con sus
hábitos ancestrales retener la sombra seca dentro
de sus recintos, donde,
por otra parte, no se colaba ni una sola mosca. Además, el olor a azahar era
balsámico y acogedor.
No había cuadro alguno en
las paredes que eran de blanco puro.
Pasaron todavía cinco o
seis minutos hasta que le vimos acercarse con paso parsimonioso y cansino. Se
apoyaba en un bastón grueso que golpeaba rítmicamente en el suelo con un sonido
opaco. Ligeramente encorvado. Delgado y de pequeña estatura, cubría su cabeza
con un turbante blanco, que hacía juego con su barba del mismo color. Su piel
morena estaba arrugada por el paso de los años, pero era limpia y sin manchas.
Sus ojos eran oscuros,
pero trascendentes. Emanaban una paz y sin lugar a dudas, sabiduría.
Miró a Samantha con una
sonrisa de aceptación y luego fijó sus ojos en mi por varios segundos, sin
decir ninguna palabra.
Yo comenzaba a
incomodarme. Su mirada inquisidora y su silencio quizás eran intencionados.
También pensé que quizás aquel anciano tenía algún síndrome en la atención
debido a la edad.
- Sed bienvenidos a nuestra casa. Les estaba esperando.
Su voz era melodiosa y
aterciopelada. Pero ¿Cómo es posible que nos estuviera esperando, si no nos
conocía de nada? No me gustan los misterios, pero su porte aristocrático y su
voz no denotaban sino certeza y rotundidad.
- ¿Por qué nos dice que nos estaba esperando?
Jared levantó la mano en
un ademán de obviedad a la vez que giraba con lentitud invitándonos a seguirlo.
- Tu nombre es Jean Baptiste. Pero
no conozco el nombre de su esposa.
- No es mi esposa. Es mi guía turística. Seguramente sus parientes
de New York le han avisado de mi llegada y le han dicho mi nombre.
El anciano se giró
mirándome con una enigmática sonrisa sin decir nada. Luego dirigió la mirada a
Samantha y volvió a sonreír sin pronunciar una sola palabra.
Caminamos unos pocos pasos
y entramos en una pequeña sala con una mesa baja y varios cojines de terciopelo
a su alrededor.
Una mujer mayor entró con
suavidad en la sala llevando en sus manos una bandeja con sendas tazas blancas.
- Esta es mi hija Salima. ¡Les ruego tomen asiento y acepten
nuestro té!
La mujer salió y volvió a
entrar con otra bandeja conteniendo pastas de diversos tamaños y colores.
- Espero que les gusten nuestras galletas. Les dejo con nuestro
padre. Si desean algo solo tienen que llamarme. Estoy preparando la comida a la
que están invitados. Sería para nosotros un placer que compartieran nuestra
mesa.
Samantha y yo nos miramos
con una mirada interrogante. No sabía lo que estaba pasando, pero un aire de
intriga y misterio parecía que daba un sentido mágico a nuestra presencia en
aquella casa.
- Muchas gracias señora. Será un placer para nosotros aceptar su
invitación ¡Lástima, que no hemos reparado en traer algún obsequio!
- No es necesario. Basta con su presencia -Dijo Salima-
Samantha más atenta que yo
tomó la pequeña jarra y vertió el té en cada una de las tres tazas. Luego tomó
una de ellas y se la ofertó al anciano.
- Gracias hija ¿Me habéis dicho que no estáis casados?
- No. Nos conocimos ayer en el aeropuerto.
- ¡Claro, claro…!
- Seguramente le han informado sus parientes americanos de nuestra
llegada -dije yo-
- No, no nos han avisado.
- ¡Entonces! ¿Cómo sabe mi nombre? ¿Y por qué nos ha dicho que
estaba esperándonos?
- Ten paciencia Jean. Pronto comprenderás.
Estaba desconcertado. Pero
Jared emanaba algo que no podría explicar con palabras humanas. Aquel hombre
transmitía en el lenguaje emocional un verdadero discurso de paz y sabiduría.
Tenía la sensación que estábamos ante
un sabio no de
conocimiento convencional, sino de transcendencia y conocimiento superior.
- Nuestra tribu y nuestro conocimiento está acabando. En pocos
años. Nuestro pueblo será una oscura referencia en los libros de historia.
Somos una raza antigua. Hemos sido perseguidos y diezmados desde hace dos mil
años. Yo soy el último de los servidores del conocimiento. Voy a cumplir en
breve noventa años. Pero antes de partir debo entregarle a Ud., Jean, un
testimonio de verdad.
Será justo después cuando
partiré a las mansiones celestes, a reunirme con mis hermanos y mis
antepasados. Será en ese preciso instante cuando Ruha, el Maligno, moverá todas
sus huestes contra vosotros. Nosotros querido Jean, somos los testigos
incómodos aún vivos del mayor fraude de la historia de la humanidad. Es por
esto que Ruha ha entrado en el corazón de muchos reyes y muchos gobernantes
inclinándoles al odio contra nuestro pueblo, desde hace dos mil años.
Tanto Samantha como yo,
debíamos estar con cara de estúpidos ¿Dónde nos habíamos metido? ¿Qué clase de
locura estábamos viviendo?
- Mire. Sr. Jared. Yo he venido a realizar un reportaje sobre su
pueblo, contratado a su vez por la National Geographic. No sé quién es el
Maligno y no sé cómo puede Ud, saber mi nombre y mi llegada.
Jared me miró a la vez que
tomaba un sorbo de su taza de té.
- No, querido hijo. Tú has sido guiado por los Señores de la Luz,
nuestros hermanos celestes. Tu eres un Nasurai, desde el momento que naciste
hace cuarenta y dos años.
- ¡Que locura es esta! Los Nasurais, según he leído son sus
sacerdotes y le aseguro que yo no soy sacerdote. No sé qué manía tienen Uds.,
en llamarme sacerdote. Soy antropólogo, no sacerdote.
Samantha emitió una pequeña carcajada…
- Ya te dije Jean que eras sacerdote.
- ¡Que manía!
- Tiene razón su esposa. No puedes ser sacerdote pues dice no
estar casado. Y un Nasurai debe estar casado para realizar su ministerio.
- ¡Pero qué demonios…! Ya le he dicho que no es mi esposa.
- ¡claro…claro!
Comenzaba a enfadarme.
Aquello era un galimatías elaborado por un anciano al que le faltaba el riego…
- Tu eres un hermano nuestro. Los Señores de la Luz marcaron tu
cuello con el símbolo del olivo en el vientre de tu madre.
Un frio estremecedor
recorrió todo mi cuerpo. Me faltaba el aire. No podía articular palabra.
Jared dirigió la mirada a
Samantha y con un gesto de su mano señaló mi cuello. Mi guía se levantó se puso
detrás de mí y giró el volante de mi camisa hacia atrás.
Un quedo suspiro salió de
los labios de Samantha. Ella estaba viendo la marca de un angioma de nacimiento
en mi cuello que, efectivamente, tiene forma de árbol.
No pude articular palabra
alguna. Estaba sencillamente alucinado ¿Cómo sabía Jared que yo nací con esa
marca en mi cuello?
- Mira Jean. Desde el mismo instante que bajaste del avión,
comenzó para ti tu verdadera tarea en la vida. Comprenderás ahora porque
estudiaste nuestra lengua sagrada; el arameo. Tu padre tenía razón. Tu nunca
serás empresario sino un ser al servicio de la Luz.
- ¿Qué demonios sabe Ud. de mi padre y de mi vida?
- Comprendo que estés sorprendido. Ten paciencia yo te contaré
cuanto se y cuanto debes conocer. Tenemos solo treinta y tres días para
completar tu ministerio. Después yo debo partir y tu realizarás lo que el
“cielo” ha programado en tu espíritu.
- ¿Quiere decirme que Ud., morirá en un mes?
- No Jean, nadie puede morir, ni aun deseándolo con todas sus
fuerzas. Simplemente vuelvo a casa.
Sería conveniente que te alojaras en este pueblo. El viaje es
fatigoso y tenemos por delante muchas jornadas de debate.
- No hay inconveniente por mi parte. No sé si Samantha querrá
quedarse conmigo.
- Pues creo que ya no seré de utilidad. Me contrataron para ser tu
guía en Irán, pero poco o nada se de los Mandeos y por lo que veo nada puedo
hacer yo durante un mes.
El anciano, dirigió la
mirada hacia Samantha con ternura.
- Tu debes quedarte junto a él. Tu destino está unido al suyo.
Aquel hombre tenía un extraño poder en la palabra. Un poder
persuasivo, tierno y acogedor.
- Si Jean lo desea estaré el tiempo que sea necesario. Mi contrato
cubre toda su estancia. Debo informar a la agencia de estos cambios. No sé lo
que me dirán.
- Mira Samantha, mejor te despides de tu trabajo. Te contrato yo.
No hay problema con tu salario. Ponlo tu como desees. Te extenderé un cheque,
pero te ruego no me dejes solo en esta locura.
La risa de Jared nos
sorprendió. Al parecer el anciano tenía también sentido del humor.
- Me parece que el contrato con Samantha va a durar bastante más
que un mes.
- ¿No estará Ud, insistiendo en casarnos?
- ¡No por Dios! Pero un Nasurai debe estar casado si quiere
realizar su ministerio.
- Yo no creo en el matrimonio. Y vuelvo a decirle que no soy
sacerdote… ¡Que obsesión!
- ¡Claro! ¡Claro!
Fue a partir de ese
momento cuando comprendí que aquel anciano combinaba sabiduría con un extraño
sentido del humor. Entendí también, que sus gracias o comentarios jocosos iban
dirigidos a esconder determinadas cuestiones que quería comunicar.
Jared volvió a la carga.
- Ayer te convertiste en mago.
- ¡Que! …Ud., está loco de verdad. Si fue ayer cuando llegué. ¿Qué
quiere decirme?
- Pasaste una mala noche, pero ¿Recuerdas el sueño que tuviste?
Otra vez la sangre se me
heló en las venas. Vinieron a mí en ese instante las imágenes de una pesadilla
extraña. Las escenas quedaron vivamente grabadas y ahora afloraban de nuevo a
mi lado consciente. Recuerdo estar con una mujer en una habitación. Aunque no
vi su cara, entendía que era Samantha. Quizás impresionado por su belleza, la
reproduce de nuevo inconscientemente. Luego vi que una bañera se llenaba de
agua cubriendo todo el suelo de la estancia. Casi al instante me vi moviendo
con el pensamiento unas virutas de madera que estaban en el suelo. Las levanté
en el aire sin tocarlas, solo con un además de mi mano derecha y con la fuerza
del pensamiento. Y curiosamente en el propio sueño, me preguntaba cómo había
adquirido aquellos poderes de mago. La verdad es que no entendí el sueño y por
otra parte estaba desvelado. Pero… ¿Cómo sabía aquel anciano lo que había soñado?
Se hizo un silencio en la
habitación, hasta que Samantha tomó la palabra.
- Pues tendrás que contarnos lo que soñaste. Si no la curiosidad
me va a matar.
Yo le conté el sueño,
mientras el anciano apuraba el último sorbo del té. Lógicamente no le dije a
Samantha que ella aparecía en la experiencia onírica.
Pero Jared volvió al
ataque.
- Lo que no te ha contado Samantha es que tu estabas en el sueño.
- ¡Serás cotilla! ¿Es que no puede guardar silencio?
Y Jared emitió una ligera
carcajada. Sin duda estaba gozando con mi perplejidad y desconcierto.
Samantha me miró
interrogándome con los ojos. Pero yo preferí guardar silencio.
Al poco rato volvió Salima
y detrás de ella su esposo, Jeremías. Un hombre ya mayor, con pelo blanco,
quizás cercano a los setenta años. Luego el hijo de ambos. El orfebre que nos
había recibido y como rayos ruidosos y divertidos dos niños preciosos que
rondarían los diez o doce años; es decir los bisnietos de Jared. Y finalmente
la madre de los pequeños, una bella mujer morena, de pocas palabras, pero de
ademanes armoniosos.
Nos levantamos y nos
dirigimos a la estancia principal de la casa, donde estaba la cocina y los
armarios con casi todos los muebles y bienes que aquella familia poseía. Eran
humildes pero felices, ceremoniosos y cariñosos.
Nos sentamos en sendos
cojines alrededor de una mesa baja redonda. El olor del arroz recién horneado
con especias nos abrió el apetito. Platos de distintas verduras. Dátiles, pan,
varias salsas de diversos colores y agua fresca.
Jared solo comió un
pequeño plato de verduras. Aquel anciano delgado y consumido, no necesitaba
más. Se alimentaba con la satisfacción que irradiaba su familia y nosotros
degustando aquella comida; que quizás para la mayoría era simple o incluso
vulgar, pero tenía un ingrediente que solo unos pocos pueden degustar. Aquella
comida tenía simplemente amor, amor de Salima, la matriarca de la familia que
se prodigaba feliz entre los suyos.
Jared guardaba silencio,
era el turno de sus hijos. La conversación giró en torno al trabajo de los
varones y las directrices del hogar a cargo de Salima.
- Me ha dicho nuestro padre que debo buscarles alojamiento en
nuestro pueblo. Creo que no tenemos los lujos de la ciudad, pero la viuda
Fátima tiene espacio en su casa. Aunque no es de nuestra tribu, es una mujer
limpia y honesta. Su casa es humilde, pero tiene todo lo que necesitan. Nuestro
padre quiere que compartan con nosotros la comida y cuanto necesiten.
Samantha irrumpió en con
su palabra.
- Así lo haremos, siempre que acepten nuestra contribución a los
gastos y a sus necesidades.
- No es necesario -Dijo Salima-
- Se lo ruego por favor. No lo tomen como una compensación, sino
como un obsequio.
Salima miró de soslayo a Jared. Bastó una simple mirada. Aquel
anciano hablaba con los ojos con más elocuencia que la voz.
- ¡Lo comprendo! Gracias -Dijo Salima-
Jared hizo ademanes para levantarse. Su rostro estaba macilento y
respiraba con dificultad. Sin duda estaba al límite de sus fuerzas.
Salima le recostó con suavidad poniendo un cojín en su espalda. El
anciano cerró los ojos mientras su rostro entraba en un estado letárgico.
- Queridos amigos -Dijo Salima- nuestro padre está al límite. Su
presencia le ha emocionado. Él nos advirtió desde hace meses que Uds.,
llegarían y esa emoción le ha fatigado. Creo que será mejor que vuelvan mañana
a primera hora. Ahora debe reposar.
- Quizás necesite un médico -dije preocupado-
- No, nuestro padre está al límite. Su corazón no tiene fuerza,
pero de ninguna manera el consentiría la presencia de un médico. Mañana estará
bien.
No insistimos. Nos
levantamos de la mesa. El silencio de aquella familia evidenciaba una
veneración profunda por aquel anciano. Era un hombre sabio, un ser que sabía
todo de mí y que se adentraba con soltura en el pasado y en el futuro.
Fue quizás una ráfaga
fugaz de una emoción que percibí en forma intuitiva, pero por un momento supe
que en aquella habitación no solo estábamos nosotros, sino algo o alguien más.
Puede ser una locura, pero eso es lo que sentí.
Salimos en silencio. Nos
despedimos con abrazos y besos de todos ellos y enfilamos la sinuosa carretera
hacia Dezful.
Samantha conducía en
silencio. Yo tampoco quería hablar. Tenía que procesar lo que habíamos vivido.
Estaba absolutamente desbordado. Toda mi vida he utilizado la lógica y el
razonamiento cartesiano. Pero me llevaba la palabra, la cara y la emoción de
aquel anciano, metida en lo más profundo de mi alma. ¿Qué estaba pasando? Y por
primera vez en mi vida sentí miedo y vértigo emocional.
Fue Samantha la que finalmente
rompió el silencio.
- ¿Que sientes Jean? Hace dos días que te conozco y sencillamente
yo no estaba preparada para esto. Y no me estoy refiriendo a lo que este hombre
nos ha transmitido, sino a lo que se ha disparado dentro de mí. No sé cómo explícalo.
Algo se ha movido dentro y no sé lo que es.
- Pues no pretendas que yo te lo resuelva porque sencillamente
estoy abrumado. Yo venía a hacer un reportaje y este hombre me ha destrozado.
Durante estos años me he enfrentado a todo tipo de riesgos, incluso
he tenido experiencias traumáticas en el frente de combate. Nunca he tenido
miedo. Pero ahora mismo, me pasa lo mismo que a ti. Algo me ha golpeado por
dentro y estoy en una especie de limbo sin poder razonar y discernir.
¿Cómo sabía lo del angioma de mi cuello? ¿Cómo pudo saber lo que
ayer soñé? No puedo entenderlo. Quizás sea un fenómeno telepático o algo por el
estilo. Pero este hombre con un pie en el otro lado, no me parece a mí que
tenga dobles intensiones o que simplemente quiera impresionarnos. Aquí hay algo
más.
- No sé si te has dado cuenta Jean que este hombre emana
autoridad. Es algo así como un buen padre al que hay que obedecer. Y es una
autoridad no impositiva, sino armoniosa.
- Si, efectivamente yo no lo podría haber dicho mejor. Es como un
hombre sabio, pero no de una ciencia pragmática, sino emocional. Él llega antes
al corazón que a la razón. ¡Demonios Samantha! es que … ¡Le quiero! Es un
sentimiento de atracción extraño, pero a la vez reconfortante.
- Si estoy de acuerdo. Es un ser al que hay que amar
necesariamente.
No se dieron cuenta que ya estaban en el hotel. El viaje había
transcurrido sin que repararan en el tiempo y en el paisaje.
- Quédate un poco más conmigo.
- Por supuesto. Pero no mucho. Debo avisar a mi madre y hacer la
maleta con lo mínimo para el traslado.
- Recuerda, querida, que eres mi esposa…
Samantha se echó a reír en forma divertida.
- Jared ha acertado en todo, pero en lo de ser tu esposa ha metido
la pata.
Jean le respondió con una sonrisa maliciosa, diciendo:
- ¡Quién sabe! Recuerda que para ser Nasurai o sacerdote, debo
casarme y que yo sepa ha sido él quien nos ha casado.
- No seas zalamero y no me enredes, que sé por dónde vas.
- No te molestes. Era una broma. En todo caso, debo decirte que
eres una mujer bella e inteligente. Cualquier hombre se sentiría halagado con
tu cariño.
- Bueno. Vamos a pasar página, que estamos entrando en un campo
peligroso. Y por devolverte el halago, te diré que eres un hombre muy
interesante.
Samantha se ruborizó.
Ambos venían de abrir su corazón a una experiencia nueva y transcendente y en
ese clima hablaba más su corazón que la cabeza.
- Samantha, no sé qué debo hacer para compensar a Salima y sus
atenciones. Cuánto dinero quieres que le entregue. Había pensado en cinco mil
euros.
- Ese dinero en Irán es una fortuna. Temo que si se lo entregas se
sienta ofendida.
- Pero ese dinero en Francia es muy poco y le vamos a generar
gastos. Son una familia humilde y ese dinero les puede ayudar mucho. De hecho,
pienso que hay que darle más.
- Déjalo a mi cuidado. Yo hablaré con Salima. Entre mujeres nos
entendemos mejor para estas cosas.
- Quiero también decirte algo, sin que te ofendas, querida. Creo
que debo compensarte económicamente por la dedicación que me has ofertado. El
dinero no es problema para mí y me gustaría compensarte.
- No digas tonterías Jean. No necesito tu dinero. Y voy a esta
experiencia por mí misma. Me mata la curiosidad y quiero de verdad escuchar a
Jared.
Se despidieron con un
abrazo y un beso de cortesía. Les esperaba una aventura que cambiaría sus vidas
de una manera absoluta.
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